martes, 5 de noviembre de 2013

A propósito del fin del mundo.


Primer Proyecto del año del blog Adictos a la Escritura, con referencia al fin del mundo frustrado. Esta historia fue corregida por Diana F. Rivera, a quien le agradezco su amabilidad.



A propósito del fin del mundo.

En mi edificio hay doce departamentos, todos ocupados por ancianos, exceptuando el mío y el de mi vecino de abajo.
Un día, mientras bajaba por el ascensor, descubrí que mis vecinos, los que ya pertenecían a esa tercera edad, sí creían en el fin del mundo. Erelsl grupo, compuesto de diecisiete personas que sobrepasaban los sesenta años, se reunieron un día para decidir que iban a hacer. Claro, yo también estaba en esa reunión, mas por curiosidad que otra cosa.
Escuche durante cerca de una hora una serie de planes apocalípticos, preventivos y/o desesperados. Cada uno de estos más extraño y divertido que el anterior. ¿Quién dijo que los ancianos no están en onda? Gracias a ellos descubrí cuantos productos post-apocalípticos existen, cuantos tipos de bunker una puede comprar, o lo más importante, que es lo que no debo dejar de hacer, antes de que mi existencia se extinga.
Justo un mes antes de tan fatídico día, en la tercera reunión «preventiva» descubrí que yo, la ocupante del último departamento, era el proyecto de ciencias de estos…octogenarios.
Según ellos, yo debía hacer lo que nunca había hecho; porque ellos sí sabían que se debía hacer en una vida, reducida a un mes.
Como no teníamos tiempo y yo estaba en un estado de shock —que un grupo de ancianos se dé cuenta de tus problemas y te de consejos lo causa—, mi lista de «que hacer antes del fin del mundo» se redujo a tres simples cosas.
Primero, debía reconciliarme con mi padre, con quien no hablaba desde hacía más de cinco años.
Segundo, debía dejar de vestirme como si quisiera cubrir hasta mi sobra.
Y tercero, debía hacer algo con mi enamoramiento; el que tenía, según ellos, por mi vecino.
Al parecer, ese día, acepte tal interesante experimento. Llame a mi padre y hable con él por casi una hora. Costó comenzar la conversación, pero después de unas cuantas respiraciones y de recordar que, si no hablaba tendría a 17 ancianos mirándome fijamente, sucedió. Unos días más tarde, deje mis sudaderas, pantalones anchos y zapatillas, y comencé a usar vestidos, camisetas apretadas, pantalones elegantes y zapatos altos. Los dos primeros puntos de mi lista, los más fáciles estaban cumplidos, ahora venía la hora de la verdad.
Evite el tema una semana, y luego la siguiente, pero cuando faltaban dos días para el fin del mundo me encontré arrinconada por un grupo de ancianas amigas mías, divertidas mujeres que hablaban sobre cualquier cosa donde les diera la gana, ya que no les preocupaba el que dirán. Estas mujeres dulces y metiches, me amenazaron, —sí, amenazaron—, con convertirse en cupidos si no movía mi trasero, esas fueron sus palabras. Así que no me quedo de otra que suspirar escandalosamente, quejarme de mi suerte y armarme de valor.
Una hora después, estaba vestida con mí recién comprado vestido, zapatos bajos y un peinado natural, delante de la puerta de mi único vecino, menor de treinta años, tensa y nerviosa.
Antes de poder siquiera tocar la puerta esta se abrió y mi «vecino», hombre alto y moreno, sonrió al verme. Luego de abrir y cerrar mi boca varias veces, más de las que quisiera admitir, sonreí como si nada y use la misma escusa de mis ángeles vigilantes: lo invité a tomar un café antes del fin del mundo.
Bueno, no lo alargaré más, el mundo no se acabó, en dos horas tengo una «cita» con mi vecino, el fin de semana visitare a mi padre y mañana saldré de compras.
Ahora solo tengo que esperar hasta el 2014, a ese nuevo fin del mundo, para saber —según mis vecinos— en qué tengo que mejorar en mi vida. Al final de cuentas, no hay nada mejor que un grupo de «sabios» te diga lo que sí vale la pena hacer, al fin y al cabo ellos ya han sobrevivido a eso que llaman VIVIR.

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